El momento final de nuestras vidas; la muerte… Ha sido casi desde siempre, a lo largo de la historia de la humanidad, un tema tabú. La muerte pareciera conjurar uno de nuestros más profundos miedos y realizar la afrenta más grande a una especie que padece - en su gran mayoría - de cierta pseudo - sensación de inmortalidad. Pareciera que si no se habla de ella, si no se la piensa, no existe… o al menos resultara ser un hecho que nos fuere totalmente ajenos.

Otra de las lecturas posibles frente a los diferentes comportamientos pareciera ser la de que - ante nuestro silencio - existiría la posibilidad de que, mágico-fenoménicamente hablando, se lograse que “(ella) se pudiera olvidar de nosotros”.

Lo cierto es que desde el día que nacemos, las cartas están echadas: habrá un momento de partida, en algún momento de nuestro futuro. Y eso es - simplemente - un hecho probado que llegado un punto, tendremos que aceptar serenamente.

Ahora bien, cierto es que existen diferentes posibilidades de morir: el abanico va desde la imagen casi perfecta del anciano/a que se duerme en su cama y que plácidamente se irá de este mundo hasta las formas más atroces, dolorosas, crueles y/o violentas que se pudieren imaginar, por ejemplificar algunas.

Para un niño pequeño, la noción de finiquitud no existe, principalmente porque todavía hay miles de cuestiones previas a ese conocimiento que le serán primordiales en su desarrollo. Las preocupaciones de un púber o adolescente, sabemos bien, están mucho más ligadas a cuestiones de “vida” y de hormonas que a cualquier otra cosa (aunque a esa altura sabe perfectamente que la muerte existe). Ellos, van escudados con una sonrisa plenipotente y de un sentimiento de invulnerabilidad que los lleva a caminar a unos centímetros por encima del suelo la mayoría del tiempo.

Luego llega el tiempo de abrirse un camino en la vida, de forjarse un provenir y de encontrar a alguien que camine a nuestro lado. ¿Pocas cosas más alejadas de la culminación de un proceso vital, no? Casi sin darnos cuenta, a medida que crecemos, nos vamos sumergiendo en vorágines de distinta índole. Vorágines paralelas que aprendemos a deambular con la misma pericia de un equilibrista al recorrer sus cuerdas en la altitud. Vorágines que nos dejan ver ciertas cuestiones y nos hacen perder de vista otras muchas, mientras que el tiempo pasa, lenta e inexorablemente para todos…

Si tenemos suerte y en el tiempo transcurrido hemos aprendido “algo”, poco a poco nos daremos cuenta de las cosas que hemos perdido de vista - ésto requiere de un proceso de análisis y de auto-contemplación de cierta envergadura - que bien vale la pena intentar. Y entonces, muy probablemente, entre los muchos temas que quedaron en el tintero, encontremos el tema de la muerte, de nuestra propia muerte.

Reconozco que a mí me competen las generales de la ley: A mí también me daba miedo pensar en la muerte (sobre todo cuando era chica). Después fui creciendo y sabía que ahí estaba el tema y era un tema “molesto”. Más tarde lo perdí de vista, como a todas las experiencias próximas o lejanas con respecto al tema que me llevarían años después - en este aquí y ahora - a posicionarme donde estoy.

E-migrad@